El diletante entre los símbolos.

Autor: HEINRICH ZIMMER
De: Fundación Carl Gustav Jung

Contar cuentos ha sido, a través de las edades, un asunto serio y, a la vez, una amena diversión. Año tras año, se conciben, se ponen por escrito y se devoran cuentos. ¿Qué suerte corren luego? Unos pocos perviven, y éstos, como una dispersión de semillas, son impulsados por el viento a través de las generaciones, propagando nuevos cuentos y brindando nutrimento a muchos pueblos.

La mayor parte de nuestra propia herencia literaria nos ha llegado de esta manera, desde épocas remotas, desde distantes, extraños rincones del mundo. Cada poeta añade algo de la sustancia de su propia imaginación, y las semillas se nutren y retornan nuevamente a la vida. Su poder germinativo es perenne; sólo espera que se lo toque. Y así, aun cuando de tiempo en tiempo algunas variedades parecen haber muerto por entero, un día reaparecen, emiten otra vez sus brotes característicos, tan vivas y verdes como antes.

El cuento tradicional y los temas emparentados con él han sido estudiados exhaustivamente desde los puntos de vista del antropólogo, el historiador, el especialista en literatura y del poeta, pero el psicólogo ha tenido sorprendentemente poco que decir, por más que tenga su propia y válida reivindicación de voz en este simposio. La psicología proyecta un haz de rayos X sobre las imágenes de la tradición folclórica, sacando así a la luz vitales elementos estructurales que antes habían estado en las tinieblas. La única dificultad es que la interpretación de las formas puestas de manifiesto no puede reducirse a un sistema confiable. Porque los auténticos símbolos están envueltos en algo imposible de delimitar. Son inagotables en su poder de sugestión y de enseñanza. A ello se debe que el científico, el psicólogo "científico", se sienta en un terreno muy peligroso, muy inseguro y ambiguo cuando se aventura en el campo de la interpretación del folklore. Los contenidos explicitables de las imágenes muy difundidas cambian incesantemente ante sus ojos en permutaciones inacabables, a medida que los contextos culturales cambian de un extremo a otro del mundo y en el curso de la historia. Los significados tienen que ser constantemente leídos de nuevo, comprendidos desde el principio. Y es cualquier cosa menos un trabajo ordenado, este asunto de interpretar las siempre imprevisibles y pasmosas metamorfosis. Ningún sistematizador que valúe mucho su reputación se arrojará voluntariamente a correr el riesgo de la aventura. Esta, pues, tiene que quedar para el temerario diletante.

El "diletante", en italiano dilettante (participio presente del verbo dilettare, "tener deleite en", es alguien que tiene deleite (diletto) en algo. Los ensayos que siguen a continuación son para quienes se deleitan en los símbolos, les agrada conversar con ellos y gozan de vivir teniéndolos de manera continua ante la mente.
El momento en que abandonamos esta actitud diletante para con las imágenes del folklore y del mito y comenzamos a sentirnos seguros de su exacta interpretación (como sujetos de una comprensión profesional, que manejamos los instrumentos de un método infalible), nos privamos del contacto vivificante, de la acometida demoníaca e inspiradora que es el efecto de su virtud intrínseca.

Perdemos el derecho a nuestra propia humildad y receptividad frente a lo desconocido y nos negamos a que nos enseñen, nos rehusamos a que se nos muestre lo que nunca se dijo, sea a nosotros o a cualquier otra persona. E intentamos, en cambio, clasificar los contenidos del oscuro mensaje en rubros y categorías ya conocidas. Esto impida que emerja todo significado nuevo o comprensión originaria. El cuento de hadas, la leyenda pueril (por ejemplo, el portador del mensaje) son metódicamente considerados como demasiado humildes para merecer nuestra sumisión, porque el cuento mismo y aquellas zonas de nuestra naturaleza que reaccionan ante él son comparativamente no adultas. Y sin embargo, por medio de la interacción de esta inocencia interior y exterior habría sido como se hubiera activado el poder fertilizante del símbolo y se hubiera revelado el contenido oculto.

El método -o, mejor dicho, el hábito- de reducir lo que no es familiar a lo que es bien conocido, es un antiguo, muy antiguo modo de frustración intelectual. El resultado es el dogmatismo esterilizante, prietamente envuelto en una autocomplacencia mental, una segura convicción de superioridad. Cada vez que nos negamos a que nos haga perder pie (sea con violencia o suavemente) alguna expresiva concepción proyectada desde las profundidades de nuestra imaginación por el impacto de algún símbolo atemporal, nos estamos defraudando a nosotros mismos del fruto de un encuentro con la sabiduría de milenios. Al no asumir la actitud de aceptación, no recibimos nada; la dádiva del trato familiar con los dioses se nos niega. Ya no podremos ser inundados, como la gleba de Egipto, por las aguas divinas y fructificantes del Nilo.

Porque son vivientes, potentes para revitalizarse a sí mismas y capaces de una eficacia siempre renovada, impredecible pero autocoherente, sobre el alcance del destino humano, las imágenes del folklore y del mito desafían cualquier intento que hagamos por sistematizarlas. No son como los cadáveres, sino como los trasgos. Con una súbita risotada y un ágil cambio de lugar, burlan al especialista, que creía haberlos clavado con un alfiler en su mapa. Lo que nos piden no es el monólogo del médico forense sino el diálogo de una conversación viviente. Y de la misma manera como el héroe del relato clave de esta serie (un noble y bravo rey que se descubre conversando con un ser con características de trasgo que moraba en lo que él había tomado por un simple cadáver colgado de un árbol) es llevado a una conciencia más intensa de sí mismo por este humillante intercambio de palabras y rescatado de una muerte deshonrosa, absolutamente abominable, así también nosotros podemos ser aleccionados, rescatados quizás, y hasta espiritualmente transformados, con sólo que seamos lo suficientemente humildes como para conversar en términos de igualdad con las aparentes moribundas divinidades y figuras folklóricas que cuelgan, multitudinariamente, del prodigioso árbol del pasado.

El enfoque psicológico del enigma del símbolo, el designio de extraer de él los secretos de su hondura, no puede sino fracasar si la inteligencia escrutadora se niega en consentir en la posibilidad de que le enseñe algo la apariencia viviente del objeto que se encuentra sometido a su atención. La disección, sistematización y clasificación no están mal, pero no suscitan una conversación por parte del espécimen al que se aplican. El investigador psicológico tiene que estar pronto para dejar de lado su método y sentarse para una charla prolongada. Luego, tal vez, encontrará que no le agrada o no le encuentra empleo a su método. Este es el modo del diletante, en cuanto se distingue de la técnica de ese más augusto caballero que es el decoro científico.

Lo que caracteriza al diletante es su deleite en el carácter siempre preliminar de su comprensión, que jamás culmina. Pero ésta, en último término, es la única actitud adecuada ante las figuras que nos han llegado desde el pasado remoto, sea en las épicas monumentales de Homero y Viasa o en los encantadores cuentecillos fantásticos de la tradición folklórica. Son los oráculos perennes de la vida. Hay que volver a interrogarlos y consultarlos de nuevo, en cada edad, pues cada edad se acerca a ellos con su propia variedad de ignorancia y comprensión, su propio conjunto de problemas y sus propias preguntas inevitables. Porque los patrones de vida que hoy tenemos que tejer no son los mismos que los de cualquier otro día; las hebras que hay que manejar y los nudos que hay que desenredar difieren en gran manera de los del pasado. Las respuestas que ya se dieron, por consiguiente, es imposible hacerlas servir para nosotros. Los poderes tienen que ser consultados otra vez directamente, otra vez, otra vez y otra vez. Nuestra tarea primaria es aprender, no tanto lo que se dice que ellos dijeron, sino cómo abordarlos, cómo suscitar en ellos un lenguaje nuevo y cómo comprender ese lenguaje.

Frente a tal misión, todos tenemos que seguir siendo diletantes, querámoslo o no. Algunos de nosotros -especialistas con formación erudita- tendemos a favorecer ciertos métodos de interpretación, muy precisos y por consiguiente limitados, admitiendo sólo los que están dentro del cercado de nuestra influencia autorizada. Otros intérpretes se erigen en campeones celosos de esta o aquella línea esotérica de tradición, considerándola como la única clave verdadera y su constelación particular de símbolos como el oráculo único, omnímodo y autosuficiente del ser. Pero estas rigideces sólo pueden atarnos a lo que ya conocemos y somos, fijarnos con remaches en un único aspecto de la simbolización. Mediante esas fes estrictas y constantes nos autoexcluimos de las infinitudes de inspiración que viven dentro de las formas simbólicas. Y de tal manera, aun los intérpretes metódicos no son, al final, otra cosa que amateurs. Tanto si, en carácter de científicos, se confían en estrictos métodos filológicos, históricos y comparativos, o si siguen piadosamente, como iniciados, las enseñanzas secretas, oraculares de alguna tradición autotilulada de esotérica, tienen que seguir siendo, en última instancia, meros principiantes, que apenas han pasado del punto de partida en cuanto a la tarea sin fin de sondear el oscuro lago del significado.

El deleite, en cambio, libera en nosotros la intuición creadora, permite que sea suscitada a la vida por el contacto con el texto fascinante de los viejos relatos y figuras simbólicas. Sin arredrarnos, entonces, por la crítica de los metodólogos (cuya censura está en gran medida inspirada por lo que equivale a una agorafobia crónica: el temor mórbido ante la infinitud virtual que se abre continuamente a partir de los trazos crípticos de la escritura pictórica expresiva, que por su profesión ellos deben mirar) podemos permitirnos a nosotros mismos dejar libre rienda a cualquier serie de reacciones creativas que resulten ofrecerse a nuestra comprensión imaginativa. Nunca podemos apurar las profundidades; de eso podemos estar ciertos, pero tampoco puede hacerlo ninguna otra persona. Y un sorbo, tomado con el cuenco de la mano, de las frescas aguas de la vida es más dulce que todo un reservorio de dogma, entubado y garantido.

"La abundancia se saca a cucharones de la abundancia, pero la abundancia subsiste". Así reza un hermoso y antiguo proverbio de las Upanisad de la India. La referencia originaria era la idea de que la plenitud de nuestro universo -vasto en espacio, con su miríada de esferas rotantes y lucientes, rebosando de muchedumbres de seres vivientes- procede de una fuente superabundante de sustancia trascendente y de energía potencial: la abundancia de este mundo fue extraída de esa abundancia de ser eterno, y, sin embargo, como esa potencialidad sobrenatural no puede disminuir, por grande que sea la donación que vierte, la abundancia subsiste. Pero todos los auténticos símbolos, todas la imágenes míticas, se refieren a esta idea, de una manera u otra, y están ellos mismos dotados de la milagrosa propiedad de ser inagotables. Con cada trago que saca de ellos nuestra comprensión imaginativa, un universo de comprensión se revela a la mente; y es, ciertamente, una plenitud, pero subsiste otra plenitud. Cualquiera sea la lectura accesible a nuestra visión actual, no puede ser final. Tan solo puede ser una vislumbre preliminar. Y debemos considerarla como una inspiración y un estímulo, no como una definición terminal que cierra nuevas intuiciones y modos diferentes de abordarla.

El verdadero dilettante siempre estará dispuesto a comenzar de nuevo. Y estará en él que las semillas que vienen del pasado echen raíces y crezcan de manera maravillosa.

Extracto del libro El Rey y el cadáver: cuentos psicológicos sobre la conquista del mal. Compilación de Joseph Campbell. Ed. Marymar. Buenos Aires, Argentina 1977.

Fecha publicación: 14.07.2006
Heinrich Zimmer (1890-1943)
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