Lecturas imprescindibles VI… El hombre mediocre.

Autor: JOSÉ INGENIEROS 

Advertencia:
El autor de estas ideas se propuso estigmatizar las funestas lacras morales que se llaman rutina, hipocresía y servilismo, deseando ser útil a los jóvenes que, estando en edad propicia para evitarlas, pueden formarse ideales y ennoblecer su vida. Se ha dicho, con rigurosa verdad, que los más despreciables sujetos son los predicadores de moral que no ajustan su conducta a sus palabras. Sabe el autor que muy pocos moralistas podrían escribir esto mismo sin que les temblara el pulso.

Idealismo positivista

La Envidia

La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del merito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de angustia, torvos, avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagración inequívoca del mérito ajeno.  La inextinguible hostilidad de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.

Es la más innoble de las lacras que afean los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad, sentida, reconocida.
No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquier culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.

Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo gaznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué brillas?

La Vulgaridad

La vulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la cuestionan como el tesoro el avaro. Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta. Estalla inoportuna en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible nos rodea y nos acecha; se deleita en lo grotesco, vive en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es a la mente lo que son al cuerpo los defectos físicos, la cojera o el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, incomprensión de lo bello, desperdicio de la vida, toda la sordidez. La conducta, en si misma, no es distinguida ni vulgar; la intención ennoblece los actos, los eleva, los idealiza y en otros casos, determina su vulgaridad. Ciertos gestos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, invitado por el enemigo a rendirse, responde su palabra memorable, se eleva a un escenario homérico y es sublime.

La Maledicencia

Los maldicientes florecen por doquier: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos; sus vértebras son nombres propios, articulados por los verbos más equívocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son calificativos pavorosos.

Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar de espaldas, un fruncir la frente como suscribiendo la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontaneidad, como respira. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un estilete.

La Moral de Tartufo

Ninguna fe impulsa a los hipócritas; no sospechan el valor de las creencias rectilíneas. Esquivan la responsabilidad de sus acciones, son audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran y agreden en la sombra, escamotean vocablos ambiguos, alaban con reticencias ponzoñosas y difaman con afelpada suavidad. Nunca lucen un galardón inconfundible: cierran todas las rendijas de su espíritu por donde podría asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira.

Así como la pereza es la clave de la rutina y la avidez es el móvil del servilismo, la mentira es el prodigioso instrumento de la hipocresía. Nunca ha escuchado la humanidad palabras más nobles que algunas de Tartufo; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconformes con ellas. Sea cual fuere su rango social, en la privanza o en la proscripción, en la opulencia o en la miseria, el hipócrita está siempre dispuesto a adular a los poderosos y a engañar a los humildes.

El hombre honesto

El honesto es enemigo de lo santo, como el rutinario lo es del genio; a éste le llama “loco” y al otro lo juzga “amoral”. Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben: En su diccionario, “cordura” y “moral” son los nombres que él reserva a sus propias cualidades. Para su moral de sombras, el hipócrita es honesto; el virtuoso y el santo, que la exceden, le parecen “amorales”, y con esta calificación les endosa veladamente cierta inmoralidad...

Hombres de pacotilla, hechos con retazos de catecismos y con sobras de vergüenza: el primer oferente los puede comprar a bajo precio. A menudo se mantienen honestos por conveniencia; algunas veces por simplicidad, si el prurito de la tentación no inquieta su tontería. Enseñan que es necesario ser como los demás; ignoran que sólo es virtuoso el que anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño e imitemos el rebaño, no tienen valor de aconsejarnos derechamente la apostasía del propio ideal para sentarnos a rumiar la merienda común.

La Santidad

La santidad existe: los genios morales son los santos de la humanidad. La evolución de los sentimientos colectivos, representados por los conceptos de bien y de virtud, se opera por intermedio de hombres extraordinarios. En ellos se resume o polariza alguna tendencia inmanente del continuo devenir moral. Algunos legislan y fundan religiones en civilizaciones primitivas, cuando los estados son teocracias; otros predican y viven su moral, confiando la suerte de sus nuevos valores a la eficacia del ejemplo; los hay, en fin, que transmutan racionalmente las doctrinas. Sea cual fuere el juicio que a la posteridad merezcan sus  enseñanzas, del bien y del mal, en la metamorfosis de las virtudes. Son siempre hombres de excepción, genios, los que la enseñan. Los talentos morales perfeccionan o practican de manera excelente esas virtudes por ellos creadas; los mediocres morales se concretan a imitarlas tímidamente.

Toda santidad es excesiva, desbordante, obsesionadora, incontrastable: es genio. Se es santo por temperamento y no por cálculo, por corazonadas firmes más que doctrinarismos racionales: así lo fueron casi todos.

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